Hacía rato que habían salido del pueblo y enfilaron aquel
camino ya conocido. Un poco más adelante, atravesarían un bosquecillo,
rodearían la viña de Antonio, pasarían frente al huerto de Manuel…
El paisaje no era tan llano como aparentaba y profundas
quebradas, rebosantes de niebla, acechaban tras cada recodo. Por eso, solo se
decidió a acelerar un poco a la salida de la curva y no le importó que algunas
piedrecillas le golpearan el vientre. Como tantas veces, disfrutaría de aquel
día de campo.
El sol ya empezaba a
calentar y, esta brisa ligera, se llevaría, enseguida, la bruma y dejaría al
descubierto las apetitosas praderas de principios de mayo.
Absorto en
pensamientos felices, casi se desequilibró cuando, bruscamente, lo obligaron a
girar a la derecha. Sabía de aquel camino, medio abandonado, pero nunca había
pasado por él. Era imposible ver los peligros que se ocultaban bajo la maleza,
así que aminoró el paso.
El camino se iniciaba
entre dos montículos, descendía suavemente, giraba hacia el sur bordeando un
gran barranco y terminaba en una explanada artificial, bastante grande,
cubierta de hierba. Allí se detuvieron y lo dejaron bajo las ramas de una gran
encina.
Empezó a preocuparse
al llegar el ocaso. Estaba acostumbrado a que lo dejaran solo durante horas,
pero siempre notando cercana la presencia de alguien. A pesar de que un
ruiseñor cantaba en una rama cercana, se sentía abandonado.
La noche se le hizo
larga. Le preocupaban los ruidos extraños a los que seguía un silencio vacío,
absoluto, mucho más amenazador.
Amaneció, llegó el
ocaso y volvió a clarear, una y otra vez. ¿Cuántas? Perdió la cuenta.
Una noche se vio
deslumbrado por una linterna y, durante bastante rato, oyó dos voces junto a
él. Lo anduvieron manoseando. Cuando se fueron, notó como si le faltara algo y,
después, no amaneció. Sabía que era de día. Podía notar el calor del sol,
mitigado por en follaje de la encina, en su lomo; pero no podía ver nada.
El ruiseñor dejó de
cantar, substituido por las cigarras. Sentía la fuerza del sol del verano, cuando
se colaba entre las ramas.
Los mismos u otros
desaprensivos de la primera vez volvieron y se entretuvieron durante más
tiempo. Esta vez eran más, y cuando se marcharon, se sintió vacío.
Los días calurosos
dieron paso a los lluviosos y a los fríos.
De alguna manera,
había aprendido a conocer la hora y, una mañana, temprano, oyó el ruido de un
potente vehículo. Sintió como lo izaban y lo ataban.
Conociendo, como
conocía cada tramo, cada recodo del camino, supo que estaban realizando el
trayecto inverso al de aquel día de mayo, en el que comenzaron sus desventuras;
solo que, esta vez, en lugar de transportar a otros, era él el transportado.
Mientras se mecía y balanceaba en cada bache, recobró la esperanza en que
volverían los tiempos felices.
Finalmente lo
descargaron, en algún sitio que tenía un olor como él mismo, pero más rancio;
concentrado. Sin verlo, supo que estaba rodeado por otros congéneres, pero eso
no lo tranquilizaba.
Alguien dijo:
- Lo han destrozado.
- Está inservible. ¡A la prensa con él! – dijo otro.