viernes, 26 de agosto de 2016

La muerte de dos caballos.




 Trotaba, aún que algo achacoso, camino abajo.
 Hacía rato que habían salido del pueblo y enfilaron aquel camino ya conocido. Un poco más adelante, atravesarían un bosquecillo, rodearían la viña de Antonio, pasarían frente al huerto de Manuel…
 El paisaje no era tan llano como aparentaba y profundas quebradas, rebosantes de niebla, acechaban tras cada recodo. Por eso, solo se decidió a acelerar un poco a la salida de la curva y no le importó que algunas piedrecillas le golpearan el vientre. Como tantas veces, disfrutaría de aquel día de campo.
 El sol ya empezaba a calentar y, esta brisa ligera, se llevaría, enseguida, la bruma y dejaría al descubierto las apetitosas praderas de principios de mayo.
 Absorto en pensamientos felices, casi se desequilibró cuando, bruscamente, lo obligaron a girar a la derecha. Sabía de aquel camino, medio abandonado, pero nunca había pasado por él. Era imposible ver los peligros que se ocultaban bajo la maleza, así que aminoró el paso.
 El camino se iniciaba entre dos montículos, descendía suavemente, giraba hacia el sur bordeando un gran barranco y terminaba en una explanada artificial, bastante grande, cubierta de hierba. Allí se detuvieron y lo dejaron bajo las ramas de una gran encina.
 Empezó a preocuparse al llegar el ocaso. Estaba acostumbrado a que lo dejaran solo durante horas, pero siempre notando cercana la presencia de alguien. A pesar de que un ruiseñor cantaba en una rama cercana, se sentía abandonado.
 La noche se le hizo larga. Le preocupaban los ruidos extraños a los que seguía un silencio vacío, absoluto, mucho más amenazador.
 Amaneció, llegó el ocaso y volvió a clarear, una y otra vez. ¿Cuántas? Perdió la cuenta.
 Una noche se vio deslumbrado por una linterna y, durante bastante rato, oyó dos voces junto a él. Lo anduvieron manoseando. Cuando se fueron, notó como si le faltara algo y, después, no amaneció. Sabía que era de día. Podía notar el calor del sol, mitigado por en follaje de la encina, en su lomo; pero no podía ver nada.
 El ruiseñor dejó de cantar, substituido por las cigarras. Sentía la fuerza del sol del verano, cuando se colaba entre las ramas.
 Los mismos u otros desaprensivos de la primera vez volvieron y se entretuvieron durante más tiempo. Esta vez eran más, y cuando se marcharon, se sintió vacío.
 Los días calurosos dieron paso a los lluviosos y a los fríos.
  De alguna manera, había aprendido a conocer la hora y, una mañana, temprano, oyó el ruido de un potente vehículo. Sintió como lo izaban y lo ataban.
 Conociendo, como conocía cada tramo, cada recodo del camino, supo que estaban realizando el trayecto inverso al de aquel día de mayo, en el que comenzaron sus desventuras; solo que, esta vez, en lugar de transportar a otros, era él el transportado. Mientras se mecía y balanceaba en cada bache, recobró la esperanza en que volverían los tiempos felices.
 Finalmente lo descargaron, en algún sitio que tenía un olor como él mismo, pero más rancio; concentrado. Sin verlo, supo que estaba rodeado por otros congéneres, pero eso no lo tranquilizaba.
 Alguien dijo:
- Lo han destrozado.
-  Está inservible. ¡A la prensa con él! – dijo otro. 
 Entonces lo comprendió todo. Quiso correr, quiso gritar pidiendo socorro; pero los ladrones le habían robado los faros, las ruedas, la bocina…